Guardar todo lo que se pueda. ¿Decidirse por lo más útil o lo más querido? ¿Dejar lo que resulta más estorboso o lo menos relevante? ¿Cabrá tu mamá o tu mejor amigo si se hace bolita?
Empacar. Lo más ansiado y lo más doloroso antes de partir.
Después de un largo tiempo de ponderar la idea de dejar tu tierra y a tu gente, de ver la mejor manera de hacerlo, de encontrar el destino exacto, hacer trámites, solucionar la cuestión monetaria, ver papeles, papeles y papeles; y a la par de todo eso, el proceso emocional que implica el juntar la valentía necesaria para dar el brinco. Pfff!
En un abrir y cerrar de ojos, llega el día de cerrar maletas, viajar y llegar al nuevo lugar con nada más fuera de ese equipaje.
En nuestro caso éramos dos personas con cuatro maletas. Ya no habían muebles, automóvil, trastes de cocina, nada. Todo se había vendido para tener dinero para llegar a empezar de cero. ¿En qué estábamos pensando? El afán de vivir una aventura de pronto se convirtió en un hoyo en la panza, pero “pa’trás ni pa’ tomar vuelo”. Así que:
- Paso uno: respirar profundo.
- Paso dos: abrir periódicos y sitios de internet previamente recomendados para buscar departamento.
- Paso tres: entender la ciudad, el transporte público, las distancias, las zonas, etc.
- Paso cuatro: buscar trabajo.
Finalmente, desempacar. Comenzar a vivir con la mentalidad de “un día a la vez” y así, poco a poco, construir la nueva cotidianidad. Esa aventura que por tanto tiempo se planeó resulta distinta. En frente tienes algo en verdad nuevo.
Y pensar que todo empezó con un “¿qué tal que nos vamos de aquí?”.